Las Ramajeras y danzarines abandonan la iglesia con la bendición del sacerdote local. Es en ese momento cuando Marcelino hace sonar su melodía y los bailes dan comienzo. El Santo, transportado a hombros de los devotos se cimbrea con cada paso que dan.
Recorriendo el trayecto que hay hasta la plaza entre sonrisas y el repicar de las castañuelas, el alegre sonido del tamboril acompaña esta danza y arrastra a la gente allí congregada a la celebración de la ofrenda.
Cobijados bajo la mirada del centenario Álamo de la plaza del pueblo la explosion de júbilo aparece cuando los danzantes trenzan las cintas del arco. Es entonces cuando todo el mundo sabe que el Santo está contento otro año más.