La Dehesa de Cepeda se asienta en la ladera de una pequeña colina, desde la que domina un extenso y profundo valle que se inclina buscando el río Francia. A sus pies se extienden bosques de robles, castaños, madroños, acebos y endrinos; encinas y alcornoques. En las riberas crecen alisos, chopos; y en las partes más suaves, prados, y tierras de labor. La fauna nos ofrece una amplia variedad de especies como ardillas, zorros, corzos, jabalíes, cabras montesas, buitres y perdices.
El nombre de Cepeda procede de la abundancia de matas y arbustos cuyos troncos se utilizaban para fabricar carbón vegetal y su Dehesa es, sin duda alguna, un bosque mágico lleno de rincones que sorprenden al caminante por su belleza y su encanto.
«Entrar en este bosque me produce sonrisas.
Hay hadas, duendes, magia… detrás de cada árbol, de cada recodo del camino.
No me dan miedo ni me intimidan y todos los días les vengo a visitar.”
De su pasado histórico nos hablan los restos de la Edad de Bronce en el Cancho la Herradura, los restos del castro prerromano sobre el que se asienta el pueblo. Y los restos romanos en los Parajes de Perales y el Espolón. De la época visigoda nos dan fe trozos de pizarras y restos de cerámica.
Los musulmanes dejaron su influencia en la indumentaria, en la arquitectura y en las leyendas. De los judíos se conservan los dinteles, testigos de su conversión como la Casa de los Judíos. El poblamiento definitivo de Cepeda se debe al rey Alfonso VI con la llegada, sobre todo, de familias de origen francés y gascón.
Cepeda ha sido siempre una villa abierta al mundo. Decenas de arrieros o trajineros recorrían los caminos llevando los productos que aquí se elaboraban como el vino, la miel, la cera, la carne, y el lino, principalmente. Y trayendo los que se necesitaban como el trigo, el pescado, las cerámicas y utensilios. Y además de los productos llegaron cuentos, leyendas y personas que finalmente se quedaban en esta tierra.